Corría el año 2300. El planeta, o lo que quedaba de él, intentaba
resurgir cual ave fénix, aunque no precisamente de las cenizas. No sería la
primera vez. Pasadas las despiadadas plagas, huracanes, tornados, terremotos y
tsunamis, los mares mostraban nuevas formas, habían ganado ciertos terrenos y
liberado otros. Se había acumulado sedimento sobre el suelo y las grietas en las montañas hacía
años que habían quedado inmutables, el terreno se había aquietado. Las plagas
habían desaparecido al no encontrar más seres que las transportaran.
Los pocos descendientes de las generaciones de sobrevivientes que se
habían escondido en cuevas, habían resistido y se purificaron. Los ancianos más fuertes habían ganado la
batalla y con sus narrativas emocionalmente fluidas habían penetrado los
tiernos oídos de los retoños que se habían multiplicado en derredor. Les habían
hablado de un “mundo” allá afuera, inimaginable para esos hombres nuevos en su
confinamiento.
Desde que habían salido a la luz, recorrían senderos vírgenes aunque
no se habían alejado a más distancia de lo que les daba la vista. Un día, el
más atrevido del grupo se lanzó a la aventura, y desafiante, tomó nuevos
rumbos. El suelo rocoso y la vegetación espinosa iban tornándose irreconocibles.
Sus pies se hundían por momentos en el acolchado de tierra y vegetación. De
repente el horizonte comenzó a verse infinito, algo parecía confundirse con el
cielo. Entonces recordó que aquel anciano narrador había mencionado en sus
relatos cómo sus antepasados se habían rendido ante la majestuosidad de algo
llamado mar, pero nunca había imaginado que verlo le quitaría la respiración.
Aunque no podía asociarlo directamente al dibujo sepia llamado mapa que el
sabio mayor del grupo había señalado al hablar, presentía haberlo encontrado.
Había caminado muchos soles hacia el este y debió admitir que hasta ese
entonces había dudado de su existencia. La mayor concentración de agua que
había experimentado era la laguna. Esa que se formaba después de copiosas lluvias
de verano, en una depresión del suelo cercana a la grieta de la montaña en la
que había transcurrido toda su vida y de la cual nadie había salido por años,
hasta que el aire se hizo translúcido y comenzó a filtrarse la luz solar
plenamente.
Los hombres canos más lúcidos allí confinados habían tratado de
explicarle a las nuevas generaciones cómo había sido eso que llamaban “mundo
exterior” pero tal aislamiento había hecho poco tangible esas historias. Lo que
sí había quedado claro era que en algún momento iban a poder salir pero que
quizás nunca encontrarían a otros seres humanos.
Al acercarse más y más con la vista perdida en esa inmensa masa
ondulante azul verdosa sintió que sus pies ya no se enredaban entre la hierba
sino que se hundían y entre sus dedos se escurrían diminutas piedritas doradas.
Su paso se hacía lento, pesado y la brisa marina le secaba los labios. Perdió
la noción del tiempo caminando en zigzag copiando el movimiento del oleaje frío
que llegaba hasta él. Cabizbajo juntaba caracolas y algas, todo era nuevo pero
podía diferenciar instintivamente lo natural de lo artificial en ese paisaje.
Junto a unas rocas sobresalía algo enterrado en la arena que atrapó su atención
por un destello que emitía cuando el agua se alejaba. Corrió hasta el lugar y
al desenterrarlo le recordó algo que celosamente guardaba su abuelo en un
rincón oscuro de la cueva. Era como una botella y aunque el vidrio se veía viejo,
rallado y con restos de ostras adheridas, podía ver algo en su interior. No
sabía cómo destaparla sin romperla. La envolvió en unas hojas de palmeras y
emprendió el regreso con esa mochila improvisada. Necesitaba imperiosamente
relatar lo explorado y compartir el hallazgo con su gente.
El recorrido hasta el refugio le pareció mucho más corto, no sabía
si era porque ya recordaba el camino o porque su ansiedad no le permitía
cansarse ni aminorar la marcha.
Al llegar, lo recibieron con mucha algarabía y aunque el relato de
lo explorado se le salía por los poros, el paquete en su espalda era más urgente.
Después de deliberaciones con los más hábiles y expertos llegaron a la
conclusión de que era imperioso saber qué contenía, así que resolvieron golpear
el cuello de la botella y romperlo. Las manos rugosas del más longevo tomaron
el antiguo papel doblado en su interior y lo desplegaron sobre una roca plana.
Era un mapa, similar al que ellos tenían, con una cruz roja entre unas montañas
y un mar cuyo horizonte era el norte. Al pie del papel unas palabras algo
borrosas en varios idiomas decían: “Si alguien está leyendo estas líneas es
porque no somos los únicos sobrevivientes. Destinen el resto de sus vidas para
encontrarnos”.
AUTORA: María Alejandra Civalero Mautino
Clucellas- (Santa Fe- Argentina)
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