Hace ya unos días ha partido mi abuela
al mundo misterioso de los ángeles, ella era uno de ellos.
Hay mucho silencio por aquí, ya no
escuchamos el ruido de sus pantuflas anunciando su llegada a la cocina a
prepararme las tostadas. Privilegio de nieta única.
Hoy papá me invito a visitar su cuarto,
no había entrado a él desde su partida. Sus pantuflas solitarias estaban
juntitas al lado de su cama. Ella formaba parte de mi vida diaria,
estaba creciendo junto a ese ser único, lleno de amor y fantasías.
Su cama impecable, como a ella le
gustaba y que solo su gato “Pepo” tenía el privilegio de acurrucarse en ella
cuando estaba tendida. Sobre ella, una caja de grueso cartón descolorido,
sobre la tapa, una llave dorada, su empuñadura era tan bella como de un
reino con diferentes formas fuertemente unidos entre sí ,pegada a
la tapa con un lacre rojo, que yo conocía por la correspondencia entre
reyes y piratas, en los cuentos que ella me leía.
_Esto dejó la abuela para ti –dijo papá-
arrastrando la caja al borde de la cama.
Comencé a temblar, nadie me había
regalado semejante misterio. La curiosidad y las ganas de llorar no me
abandonaban.
_Tranquila- decía papá dulcemente-
_ ¿Qué es papá?
_No lo sé hija. Ábrela
El lacre estaba muy adherido a la llave,
quizás por el tiempo, la caja ya tenía en sus esquinas las capas de cartón
despegadas, la llave cedió y quedó en mi mano, la abrí, levanté la tapa
ligera, dentro había un manojo de hojas del color del papiro, como la de los
árboles en otoño. Quise tomarlas para ver su contenido pero eran tan
frágiles como alas de mariposas y pedí a papá que me alcanzara un clip para
poder sostenerlas. Pero no me atreví a levantarlas.
La ceguera de las hojas en blanco me
impacto. ¿O era mía la ceguera?, cerré la tapa no había nada más para ver ¿Qué
significaba eso? No había nada escrito en ellas. Miré a papá, no dijo una
palabra y salimos.
Y la perdoné, quizás ya estaba un
poco olvidadiza y la guardé en un cajón como recuerdo.
Los años pasaron, acaba de nacer mi
hija. Buscando hacer lugar para guardar sus cosas, me encontré con la caja. Yo
también tenía mi piel como aquella caja desgastada.
La encontré solitaria, aún tenía rastros
del lacre, la llave estaba adentro esperando. Tome el clip que sostenía las dos
primeras, al hacerlo y voltearlas no podía creer lo que veía, la primera
resultó ser una foto de mi papá bebé en sus brazos, en la otra estaba también
de bebé.
Las otras estaban atadas con un frágil
cordel, primera en blanco tenía claramente el número cien al pie, hasta que
las eleve a la luz de la pantalla y para mi asombro pude descifrar lo que
decía. Se refería a los cien cuentos que ella había recopilado para mí.
En la siguiente pude leer “Si te fijas
en la caja te dejo la semilla de mi amor para que tú la plantes. El olvido no
existe cuando el amor permanece” Te amo, tu Nana.
Miré el fondo de la caja, vi que asomaba
apenas la punta de una cinta rosa. Tiré de ella y se levantó, dentro había una
calceta celeste con el nombre de papá, la cinta rosa resultó ser de la primer
bata que ella había tejido para mí. Lloré sin consuelo, la culpa de la rapidez
con que la había juzgado me había cegado la razón. Papá me abrazó.
_Yo sabía lo que había en ella, también
que un día lo encontrarías, eras muy joven entonces. Ahora te toca a
ti.
AUTORA: Brenda Alzamendi- Montevideo (Uruguay)
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