-Encontrarás las instrucciones sobre
el escritorio del cuarto_ me dijo Pablo, manipulando con torpeza una maleta de
viaje_ Estoy sobre la hora. Llamame cuando las encuentres. Chau, que no llego.
Pablo se fue a las apuradas
enredándose con el equipaje. Éramos amigos de años pero a veces me asustaba.
Principalmente cuando se quedaba mirándome como si mirase a alguien más, en
trance. Le duraba unos segundos y volvía a ser el atolondrado de siempre. Me
había dejado las llaves de una casa que tenía en Suipacha, y el encargo de
encontrar... ¿qué? Me di cuenta que no lo sabía. Y que ya había subido al taxi,
alejándose. Pablo siempre hablaba muy rápido, de muchas cosas a la vez, me
aturdía. No sería extraño que me lo dijera y que no lo escuchara.
Creí que si iba a la casa lo
recordaría así que allá fui, a Suipacha, a la calle Salta al fondo.
Entré al edificio, ni nuevo ni viejo,
diría que atemporal, si es que se puede decir eso de una casa. Las habitaciones
eran corrientes. Tenía una sola puerta y estaba cerrada. Y no era el baño. La
abrí. Buscando el interruptor al tanteo, lo accioné y una luz mortecina iluminó
el cuarto. No tenía ventanas. Un fuerte olor a humedad me llenó la nariz.
Contra la pared, frente a un sofá de pana roja que simulaba
una antigüedad que no sabría calcular, estaba el escritorio. Grande, pesado,
oscuro, de madera. Imponente, tenía muchos cajones y parecía abandonado,
descuidado.
Miré alrededor y no había otro
mobiliario. Si no fuese porque no cerré la puerta al entrar hubiese jurado que
ingresé a otro tiempo, a otra dimensión. La lamparita iluminaba apenas
provocando que las paredes descascaradas en los rincones me recordaran a esos
cuadros oscuros del Renacimiento que vi en algún libro cuando era estudiante.
Sobre el escritorio había una llave,
una vieja llave de bronce, medio negra. Me llamó la atención el color negro y
no verde, puesto que era de bronce. Además, parecía muy antigua.
Estaba apoyada sobre unas hojas de
papel blanco y en blanco, aunque el papel de blanco no tenía nada, más bien era
sepia, con los bordes rasgados. Parecían frágiles, quebradizos. Tan viejos como
la llave, pensé.
Sin embargo, estaban sostenidos por
un sujetapapeles de acero inoxidable, modernísimo y práctico adminículo
totalmente fuera de lugar en el conjunto. Me sorprendía que alguien se
arriesgara a colocar semejante broche en papeles tan delicados.
Pablo me encargó que las encuentre
(no recordaba qué debía encontrar) y me ganó la curiosidad y la bronca de no
recordar o de haberme confundido o que, en realidad nunca me lo dijo. Qué sería
lo que debía encontrar. Y cómo lo haría. Porque instrucciones no encontré. Me
agaché para mirar debajo del escritorio. Nada. Ni en los rincones, ni debajo
del sofá. Apenas pelusas y algunas manchas secas de algún líquido derramado qué
sé yo hace cuánto.
Busqué una silla pero no había
ninguna. Quizás Pablo traía alguna de la sala cuando usaba el escritorio.
Desistí de buscarla y tomé la llave. Hice el movimiento sin pensar,
mecánicamente, y rompí una esquina de la primera hoja. Eran realmente frágiles
y más me intrigó el uso del sujetapapeles.
Probé la llave en los cajones hasta
que cupo en la cerradura del más grande, en la mitad del mueble. Deslicé el
cajón con cuidado. Estaba vacío, excepto por un tintero de principios del siglo
veinte y una pluma con punta metálica, supongo que haciendo juego.
Decidí revisar los papeles frágiles.
Apoyé suavemente la mano derecha sobre las hojas. Con la izquierda quité el
broche. Maldita suerte, el chirimbolo cortó el papel donde lo sujetaba y eso
que fui muy cuidadosa.
Levanté la mano derecha, que
evidentemente había transpirado porque la hoja quedó adherida a mi palma. Traté
de retirarla y la rompí. Me molestaba el cajón abierto para trabajar así que lo
cerré, sacando el tintero y la pluma. Esta rodó sobre las hojas que quedaban,
también en blanco (o en sepia).
Levanté la pluma y donde había rodado
apareció algo escrito en una letra gótica y borrosa. Traté de descifrar lo que
decía. A duras penas pude leer. Por suerte estaba en castellano.
“Siempre te he amado” decía.
Me asusté. Giré la cabeza hacia la
puerta con la intención de huir. Estaba cerrada. La lamparita del techo había
desaparecido. Un olor a vela quemándose invadía el lugar. Provenía de un
candelabro encendido en el extremo del escritorio. Me sostuve del mueble para
no caer, me faltaba el aire, creí desmayarme. Sentí algo húmedo en el piso. Me
pareció sangre. El corazón se me aceleró, sentía que me golpeaba las sienes con
latidos rapidísimos. Cerré los ojos para no perder el equilibrio mientras
palpaba sobre el escritorio. Un dolor agudo en la nuca me hizo tambalear y, sin
percatarme, toqué el sujeta papeles de acero inoxidable sintiéndolo frío. La
puerta se abrió.
A esta altura todo era muy confuso.
Me llevé la mano a la nuca descubriendo que tenía sangre. Me había herido
pero... ¿cómo? El candelabro no estaba ni la escritura ni la sangre en el piso
(sí en mi cabeza). Los papeles inmaculadamente sepias seguían sobre el
escritorio.
Respiré profundamente y solté el
chirimbolo de metal para irme y... otra vez la puerta cerrada, el candelabro,
la escritura y el dolor agudo en mi nuca aparecieron por arte de magia.
Súbitamente, recordé lo que Pablo quería que encuentre (y que sí me lo había
dicho cuando hablaba hasta aturdirme):
· “Siempre te he amado” se supone que está escrito en una
esquela. Eso me contaba mi abuela. Que aparece y desaparece en esos papeles.
Que hay que buscar las instrucciones para leer todo el mensaje, que están en
algún lugar sobre el escritorio o dentro de los cajones. Yo nunca pude y eso
que busqué y busqué. Vas a pensar que mi abuela estaba loca pero te aseguro que
no. Vos sos sensible, Sos tan espiritual. A lo mejor vos podés. Y cuando
encuentres las instrucciones, podré seguirlas hasta ella. Hasta esa mujer que
me traicionó en mi otra vida y me atormenta por las noches en esta. Y volveré a
matarla de un palazo en la cabeza. Chau, que no llego.
AUTORA: Graciela Brown
General Rivas- Suipacha. (Bs. As.- Argentina)
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