¿Qué tocaba en el fondo del cajón del ropero? Sentía algo
duro, cálido, parecido a la madera, pero también sentía, en parte, el frío
del metal. ¿Qué habría allí?
Extendió
la mano, absolutamente intrigada y extrajo una caja de madera con
incrustaciones de metal que denunciaba el paso de los años sin perder la
elegancia. Buscó entre los elementos que estaban sueltos y sus dedos tropezaron
con una llave antigua, con la cabeza finamente labrada en metal
dorado, en forma de flor. Presintió que era la correcta y así fue. ¡La
maravilla se mostró!
Al
abrir, se encontró con papeles amarillentos doblados en dos o cuatro partes y
sujetos con un clip firme, que ya el herrumbre estaba carcomiendo, ¿Qué contendrían
esos papeles y por qué tuvieron su refugio por muchos años en ese lugar casi
inaccesible?
Abrió
el clip y tuvo que poner mucho cuidado para no estropear el papel amarillento y
gastado por los años. Desdobló la primera y se encontró con una carta escrita
con tinta y letra irregular de una mujer hacia un hombre. Al leerla
se enteró que ella escribía desde Buenos Aires, adonde había ido por una
operación delicada y que iba dedicada a su esposo. Le describía los avatares
que pasa una provinciana en una ciudad tan grande y cosmopolita, las
dificultades para encontrar turno en los hospitales y su peregrinar por varios,
en busca de estudios complementarios. Firmaba Elena. ¡El nombre de su abuela!
¡Sí! ¡Era su letra despatarrada y primitiva! Se agolparon en su corazón la
angustia por el devenir de la enferma y los recuerdos de esa mujer fuerte y
sencilla, que tanto había amado.
La
otra misiva estaba en letra tipo inglesa, prolija y cuidada. El abuelo le
contestaba alentándola a seguir en el intento de recuperar la salud. Le contaba
sobre la cosecha de algodón, la sempiterna cuestión del precio que pagaban y
algunos problemas que traían los cosecheros. Luego le narraba cada adelanto de
los nietos y le manifestaba que extrañaban mucho sus cuentos y sus
caricias.
Había
una tercera, donde ella respondía con sus añoranzas y le comentaba los
diagnósticos. Dos de ellos coincidían y estaban dados por médicos que le
impresionaron por su seriedad. Ambos operaban en el Hospital Fernández, adonde
había concurrido, pero los turnos podían demorar meses. Estaba resignada, pero
cada día le parecía una eternidad.
La
carta número cuatro era otra vez del abuelo, contándole de los cultivos y el
movimiento de la hacienda, del trajín de cada día y de la llegada de los
primeros fríos. Todo escrito en forma
ceremoniosa. Menos al final donde decía textualmente: “Llegó el invierno, mi
reina y no duermo tranquilo. Sin su calor, se me enfrían
las costillas” Le arrancó una sonrisa esa expresión fuera de contexto, donde el
hombre dejaba ver por un intersticio su debilidad y nostalgia. Le
confesaba su amor solapadamente ¡Ese abuelo tan enérgico tuvo también su punto
débil!
Se
quedó largo rato pensando en el acontecimiento y en las formas del amor a
través de los tiempos y las costumbres.
Dobló
cuidadosamente las cartas, las colocó en el orden que estaban, cerró
cuidadosamente la caja con la llave labrada y la volvió al lugar de donde la
había extraído.
Esos
secretos no le pertenecían.
AUTORA: Griselda Isaida Morand
- Villa Ángela (Chaco- Argentina)
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