El castillo rojo se
elevaba por el escarpado acantilado, como un cuchillo rojo, hundido en la
tierra. Estaba compuesto de grandes pináculos hacia el cielo, además de un
conjunto de almenas robustas, hechas de mármol y de una mezcla de roca volcánica.
En la glabela del castillo se encontraban los aposentos de la condesa
sangrienta. Todo protegido por un foso de agua y un puente levadizo, que si
eras arrojado por él, caías al foso y te empalabas en una cercenada de pinchos
hechos de estacas de madera. Todo lo que rodeaba al castillo era mar, excepto
por un lado que le daba forma peninsular, el Sol y la Luna, y un bosque cercano
rodeado de tierra quemada.
Y es que el pueblo
había llorado mucho a la condesa sangrienta. Había abusado de ellos hasta el
límite, obligándoles a dejarlos sin cosechas de consumo propio, para llevar la
tierra de barbecho a ciclos frenéticos, emplear artes oscuras para que los
alimentos se duplicaran en poco tiempo. Y aun así, el campesinado, que tenía
que entregar todo, se moría de hambre. Los erarios, al igual que los almacenes
se llenaban con rapidez, pero el campesinado, se moría bajo semejante yugo.
Algún que otro cuestor había sido ajusticiado por la condesa sangrienta,
decapitándolo frente al pueblo, como modo de seguir el mismo ejemplo si se
contrariaban sus deseos. Ya habían venido a informar al cónsul del territorio
los abusos de la condesa sangrienta algún que otro pretor, que advertido por lo
que les pasaba a los cuestores de aquella zona y los que habían enviado,
empezaron a redactar un edicto para echar y ajusticiar a la condesa sangrienta.
Los fueros de la zona así lo decretaron, y no tuvieron más dilación que emplear
la tarea de otro noble, ambicioso, que quería las tierras de la condesa desde
hacía bastante tiempo.
El duque de Wellington.
Este duque era famoso por entrar en batalla y despojar a sus enemigos de su
territorio, y había hecho su riqueza y su posesión sobre la tierra bajo las
armas y el derramamiento de sangre. El edicto sangriento, tal y como se le
había bautizado, había sido hecho por la falta de pago de los impuestos en los
fueros por parte del erario y los almacenes de alimento de la condesa
sangrienta, que además de matar impunemente a los cuestores enviados, no había
escuchado a ningún pretor, adecuadamente protegido por una comitiva de
soldados. Los cónsules así habían llegado a la conclusión del edicto
sangriento: había que despojar a la condesa sangrienta de su territorio por
evasión de impuestos y brutalidad homicida para con los encargados
administrativos del pago en los fueros del territorio.
Sin embargo, la condesa
sangrienta temía algo mucho más que la mera confrontación con el duque de
Wellington, pues sabía que era portadora de la victoria, y esto era, la misma
muerte con el paso de los años. Se había mirado al espejo y había visto los
pasos de los años en su rostro. Ya la vejez se hacía incipiente, y no fue hasta
un momento místico, tal y como ella los llamaba, el darse cuenta de la solución
a la eterna juventud: el derramamiento de sangre sobre su piel.
Llegó a esta conclusión
cuando una de las criadas la quiso peinar y le dio un tirón más fuerte de sus
mechones de pelo de lo debidamente tolerado, a lo que la golpeó, y cayó sangre
sobre su mano. Fue ahí cuando se dio cuenta de que la piel había rejuvenecido y
podía eludir la muerte. De hecho, cada vez que se miraba al espejo, veía a la
muerte con la guadaña y su cabeza en una de sus manos. También la veía en
sueños.
De esa manera comenzó a
matar a sus sirvientas. Se construyó una dama de hierro con pinchos, desde
donde las metía, y al cerrar la apertura en forma de dama y sus contornos de
mujer, desde dentro, se empalaban con los pinchos, saliendo la sangre por una
apertura trasera desde donde llenaba una tinaja. Y luego, los campesinos.
Toda la tierra del
campesinado era un auténtico infierno. Se había fijado en un método infalible:
empalarlos desde el ano hasta la boca para recoger su sangre.
Elevó la vista, y allí
vio a una hilera de soldados, que con el estandarte y el emblema de la casa de
Wellington, esperaban que se cumpliera el edicto de manera pacífica. A decir
verdad, este duque de Wellington era un buen soldado, pero muy confiado en sus
maneras de actuar. Mandó a un emisario a que se acercara al puente principal,
al otro lado del foso, para que supieran que la condesa sangrienta, debía de
seguirlo. De manera increíble, cayó fulminado, por un rayo de color rojo.
La condesa sangrienta,
dejó escapar una risa nerviosa y sardónica. Empezó a recitar una letanía,
mientras se cortaba un poco la yema de un dedo con un cuchillo, dejando caer la
gota al suelo mientras decía palabras incompresibles y extrañas.
Al instante,
aparecieron detrás de ellos nubes de humo rojizas, era el ejército de la
condesa que, efectivamente, empezaron a luchar valientemente contra las tropas
del duque de Wellington, que le mostraron una feroz resistencia. Sin embargo,
cada hachazo, cada saeta, cada espadazo, no les afectaban, parecían hacerlos
más fuertes y resistentes al daño, con el claro hedor de la carne muerta y la
podredumbre sobre ellos. Los gritos y los golpes, se sucedían por todo el ambiente guerrero. Y como por arte de
magia, salió un demonio enorme, de aspecto cadavérico y rodeado por lenguas de
fuego, que empezó a quemar a todo y a todos; el duque de Wellington trató de
huir, pero fue apresado vivo, junto a algunos de sus generales, en una masacre
sin precedentes. Lo realmente increíble, es que todas las tropas del duque de
Wellington habían resultado muertas, pero ninguna de ellas, sangraban. No
tenían sangre en sus cuerpos, aunque yacieran con las heridas de las hachas,
las espadas, las flechas, o carbonizados por el fuego.
Acto seguido le
colocaron la cabeza sobre la oquedad de la guillotina, trayendo varias tinajas
en las que guardarían toda la sangre del cuerpo; sus generales, no seguirían
mejor destino: los empalarían vivos.
La cabeza del duque
salió rodando hasta los pies de aquel enorme demonio de fuego, y por un
momento, el destello de la pérdida de vida de los ojos y la cara del duque, al
cercenarle la vida, dio mayor juventud a la condesa sangrienta en el reflejo de
la hora afilada al caer. Y no haría caso del edicto que tenía en las manos.
Ya en sus aposentos, lanzó
el edicto a las rojas llamas bajo la lluvia, el tronar de rayos y truenos en un
cielo negro y opresivo de dolor.
AUTOR: Juan Herrón González
Madrid (España)
No hay comentarios:
Publicar un comentario