Tenía los ojos muy negros y la piel cetrina, los
pies descalzos, la ropa raída y sucia, su andar era cansino con silencios
largos y tristes, habitaba un rancho con
techo de chapa, piso de tierra y ladrillos.
Pero había algo que la diferenciaba de su entorno;
eran sus libros, solo libros invadiendo el pequeño y miserable espacio, dicen
que no se sabe cómo empezó a hilvanar letras convirtiéndolas en palabras, y
estas en frases que devoraba dentro de esos libros como factor prioritario de
su vida.
Alguien, no se sabe quién, la abastecía de ese
alimento que se multiplicaba y apilaba en el rancho junto a recortes de
revistas, fotos y artículos de periódicos. Así fue creciendo hasta que sus hábitos
fueron llamando la atención de los que tenía a su alrededor.
Cuando llovía, juntaba las gotas en pequeños
recipientes diciendo que eran diamantes enviados desde el cielo; con latas
oxidadas, alambres y hojas secas armaba lo que ella llamaba tiaras y calzaba de
manera grácil, las piedras que encontraba en la calle, las engarzaba con
piolines rústicos, colgándolas de su cuello como si fueran verdaderas joyas. Cuando
la noche era iluminada por la luna, ponía un paño deshilado debajo de sus pies,
por la mañana recogía el mismo diciendo que esas estrellas que habían caído, bordarían
su vestido; no eran pocas las veces que se la veía arrodillada sobre el piso de
ladrillos puliéndolo en forma vehemente que según ella brillaría como espejo,
mientras relataba ser una cortesana que
debía realizar esa tarea por estar castigada.
Las pocas veces que la visité llamaba mi atención,
la pintura de un castillo de colores pendiendo de las lonas que hacían las
veces de pared; ese castillo mágico y colorido estaba muy lejos de ser el lugar
que ella habitaba, sus riquezas y joyas no eran tales y las estrellas jamás
bajaron para iluminar sus raídas ropas, no era solo eso, el sonido del viento
lo atribuía a la llegada de carruajes y caballos que circundaban el castillo
trasladando a nobles y amantes de la
corte.
Decía de sus libros, que ahí se guardaban
importantes secretos familiares, al igual que hacía mención a su piel muy clara
y sus ojos azules, los que había heredado de su bisabuela belga. Saludaba a los
árboles como a valerosos caballeros habitantes del magnífico castillo, y Moro,
el único caballo que poseían fue convertido en el príncipe que la cortejaba.
Luego de muchos años al ser trasladada a Buenos
Aires pude visitarla nuevamente ya que era un personaje apasionante, los libros
habían alimentado tanto su imaginación, que según sus palabras ahora vivía en
el “Condado de la Santa Constitución” cito en Amancio Alcorta
casi Avenida Caseros que según ella, algunos insolentes insistían en llamar
“Hogar Rawson”.
Esas historias donde abundaban castillos habitados por caballeros, príncipes, princesas, hadas y riquezas, han hecho en su mente y alma de niña volar tan alto su imaginación hasta confundir la realidad con la ficción, producto de sus libros, solo libros y esto sí, es la triste realidad.-
AUTORA: Cristina Gioffreda
C.A.B.A. (Buenos Aires. Argentina)
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