En lo alto de la montaña,
estaba ubicado el castillo de los reyes de un pequeño país sin nombre. Desde allí se podía vigilar
todos los movimientos de la gente del pueblo que vivía abajo, en el valle.
En el castillo habitaban los
reyes, sus hijos, los príncipes, y todos sus parientes. Era la nobleza del
reino. Su vida se desarrollaba entre
grandes banquetes, juegos de mesa, clases de esgrima y estrategia y
conversaciones interminables.
El Rey y sus nobles se
reunían en la gran sala de armas para planificar invasiones a los reinos
vecinos, para robar joyas y oro, esclavos y además, agrandar su territorio.
Pero luego, el Rey, que era
un hombre miedoso, prefería cambiar de planes y organizaba una excursión de
caza por los bosques de su propiedad.
En el valle, la gente trabajaba desde el amanecer para cultivar las frutas y verduras, criar las gallinas, las vacas y ovejas para preparar la comida de la gente del castillo. Los niños eran los encargados de juntar la leña, en invierno, para las grandes estufas que entibiaban los ambientes de los que habitaban arriba. Había costureras y sastres que cosían la lujosa ropa de los nobles. Carpinteros que fabricaban sus muebles.
Cuando el sol comenzaba a
ocultarse, sabían que ya no eran vigilados. Cada aldeano tenía su misión para
la vida del pueblo. Unos bajaban a los sótanos cavados debajo de sus casas para
cultivar y recolectar los hongos, frutos y verduras exquisitos que solamente
ellos habían probado en el mundo. Las abuelas con la leche y miel preparaban postres y
mermeladas con las frutas silvestres. Los niños de la aldea, libres, jugaban hasta que la noche
oscura los iba encaminando hacia sus casitas hasta el día siguiente
Así transcurría la vida
arriba en el castillo y abajo en la aldea.
Cada tanto, unas nubes muy
densas cubrían el castillo. Los nobles se llenaban de temor. Imaginaban que vendrían
guerreros de otros reinos a atacarlos, pues no veían más allá de los muros.
Entretanto en la aldea, la
gente aprovechaba para realizar fiestas. Cada familia sacaba la mesa afuera con
los frutos y masas que tenían para compartir. Los músicos tocaban sus instrumentos, la gente bailaba. Los
chicos se divertían jugando yendo de casa en casa.
Luego de unos días de paz, el
viento soplaba y alejaba las nubes. Todo volvía a la normalidad.
Un mediodía, un grupo de
niños del castillo, salieron fuera de sus muros persiguiendo mariposas de
colores. Sus risas sonaban como cascabeles mientras iban bajando por el camino
hacia la aldea. Cuando vieron a sus habitantes
se asombraron y se escondieron entre unos arbustos de moras silvestres.
El viento comenzó a soplar
por lo alto, sin que en el valle se sintiera una leve briza.
Cuando dirigieron su mirada
hacia el castillo se dieron cuenta que estaba oculto a su vista. Estaban
asustados pero la curiosidad por ver esas casitas, que no conocían, pudo más y
se fueron acercando.
En el caserío se estaba
armando la fiesta, con su música y su alegría.
Los niños nobles se dieron
cuenta que su ropa era muy distinta de la de los otros chicos. Los grandes los miraban con
desconfianza pero los pequeños los invitaron a correr con ellos.
Aprendieron juegos y rondas
desconocidos y comieron pasteles de miel, golosinas y fruta que jamás habían
probado.
En el castillo había tanta
confusión que nadie se dio cuenta de su ausencia. De modo que al llegar la
noche durmieron con los aldeanos y festejaron las nubes mientras duró el tiempo
de libertad.
Después de tres días, los
ancianos, vieron el comienzo de la ventarrada que despejaría al castillo de la
niebla espesa.
Para que el Rey y los nobles
no se enojaran con los niños ni con los aldeanos, los ancianos hicieron entrar
a cada niño del castillo dentro de los grandes canastos con pan, fruta, y leña
que se llevaban para arriba. Eran las provisiones del castillo.
Así partieron, junto con la
comida y la leña despidiéndose de sus nuevos amigos.
Luego de unos días en el
castillo, los pequeños fugitivos se reunieron en secreto en una de las salas
del castillo. Allí se hicieron la promesa de guardar en secreto lo vivido
hasta el momento en que el príncipe gobernara el reino y pudiese disponer
cambiar las cosas para bien de las dos comunidades.
AUTORA: Sylvie Chedeville (70 años)
Francesa residente desde 1978 en
Santa Clara del Mar (Buenos Aires- Argentina)
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