Había hecho construir su casa como la que
tantas veces viera en los cuentos de hadas, parecía un castillo rodeado de almenas en cuyos huecos solía sentarse
mientras desayunaba un tazón de sésamo con guarapo y uvas malvasía que le
conseguía su amigo extranjero, que vivía cerca de Malvasia, creo, porque le
hablaba en mandinga, esa extraña lengua de no sé dónde. Rara vez se quedaba en
el comedor, solo cuando llovía, aunque era anormal que ocurriera en otoño. Le
gustaba ver el amanecer, el sol colarse entre las almenas formando increíbles
dibujos sobre la pared del fondo. Pero esa mañana algo llamó su atención, dejó
el tazón sobre el sillón, fue hasta la escalera que lo separaba del parque,
bajó y caminó directo hasta la plantación de caña de azúcar. El ruido era
apenas perceptible, pero muy claro. Rodeó las primeras cañas, divisó a lo lejos
a los peones que, paila en mano, cortaban a un ritmo monótono y dejaban tiradas
en el piso las largas cañas, para que luego otro las recogiera echándolas
encima del carro para llevarlas hasta el trapiche; algunas las procesaban en el
almirez, las que eran para el uso de la casa.
El camino se le hacía cada vez más
fragoso, le daba mucho trabajo pasar, pero
sentía el sonido más y más cerca. Era como una sinfonía limpia, como si
fuese el mismo Beethoven quien, con sus
manos grandes y ligeras, recorriera el teclado del piano.
De pronto divisó un enorme árbol con
ramas muy largas, que daban la impresión
de querer alcanzar el cielo. La música ya se podía oír mejor, sí, era en ese
lugar pero... ¿quiénes eran? Tuvo que subirse a él para encontrar el origen de
tanta belleza. Suerte que había llevado la lupa porque de otra manera no hubiera visto la orquesta. Allí estaba el sochantre
dirigiendo el coro angelical, las carcomas, diminutas, sopranos ellas, llevaban
la melodía sin equivocar una nota:
–¡Do o o o
o, Re e e e e, Mi i i i i i, do,re, miiiii ...!
Mientras
las falenas, ataviadas con vestidos de colores, contestaban al unísono:
–¡Do, re
mi i i i i i, mi, re do o o o o...!
Y
de pronto... un trallazo lo sacó de su éxtasis y se cayó. Como pudo se levantó,
sacudió su ropa, buscó la lupa y regresó
a terminar con su tazón de sésamo, guarapo y uvas.
A su secreto lo guardó en el fondo del
cajón blanco, allí... donde nada pasaba.
AUTORA: Griselda Bosi
Los Hornillos (Córdoba- Argentina)
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