Mi nombre Rafael Maldonado, viudo
de una maravillosa mujer llamada Marisol Moyano, la que amé con toda mi alma y
que me dio dos hijos, Roberto Rafael y Gustavo Alejandro, que fueron mi
consuelo en los tristes días que partió mi amada mujer, culpa de un cáncer
fulminante de útero. A pesar de tenerlos a ellos, mi alma estaba hundida en una
desesperante soledad, y deseaba muchas veces, que estuviesen con su abuela
Rosario o su tía Raquel, a fin de estar solo. Una de esas oportunidades bajé al
jardín con el fin de cortar una bellas rosas, para ponerlas en el piano donde estaba
el porta retrato de mi esposa. No tenía consuelo a pesar del apoyo de Walter, mi
jefe, su hija Ingrid, y de mis amigos de la infancia, que en todo momento
querían mostrarme su comprensión y cariño.
En uno de esos días de soledad, al
ver sobre mi piano una rosa marchita, sentí un nuevo pesar. ¿Por qué corté esa
rosa cuando estaba en su maravilloso esplendor, por mi tonto afán de ponerlas a la memoria de mi esposa? ¿No era
semejante el haberme arrancado a mi esposa por una muerte prematura, al igual
que causé la muerte de esa bella flor? Juré nunca más hacerlo. Sobre el piano
quedaba la copa del brandi que tomé, a fin de olvidar, pero nada pasó.
Fue entonces que me senté y comencé a tocar, como en tiempos pasados, una sonata de Ludwig Van Beethoven, La Apaccionata, tremendamente profunda de dolor y sufrimiento espiritual. Fue en ese momento que recordé la maravillosa película que protagonizó Enrique Muiño “Donde Mueren las Palabras”, donde este actor hacía el papel de director de la Orquesta Sinfónica del Teatro Colón y padre de la bailarina clásica en el papel principal del ballet, y cuyo argumento era que el alma estaba rodeado de blancas figuras de la bondad, de la alegría y otras cualidades hermosas del ser humano, hasta que llegó el mal, bailando de negro los egoísmos, la tristeza, el desencanto y la muerte, que querían apoderarse de su alma. Pero apareció el amor y luchó contra ellos derrotándolo, quedando el alma libre del acoso de la muerte espiritual, elevándose el alma por una majestuosa escalera que la llevaba a lo eterno. Todo esto sale en el ensayo del ballet, pero en la función estreno, que se desarrollaba normalmente, lo imprevisto pasó, cuando en el baile el alma era liberada de la muerte, la hija del director, muere en el escenario porque su corazón no resistió tal esfuerzo físico. El dolor de su padre lo llevó a enloquecer. Yo veía en esa muerte la lucha de mi esposa al morir, pero su alma liberada por tanto amor que tenía, partió a lo eterno, al mundo de luz.
¿Por qué ésta se hace presente en
plena juventud, en seres virtuosos, como era mi querida esposa, que amaba a
todos? Amaba a los niños, a los ancianos, escuchaba
con cariño sus recuerdos, que ni los hijos escuchaban, a las mujeres
parturientas las acompañaba derrochando bondad. Cuando partió, muchos lloraron
su muerte.
Sentía dolor y rebeldía.
Mis dedos seguían en el teclado
ejecutando la sonata de Beethoven, cuando sentí la presencia de aquel músico a
mi lado -¿Me estaré volviendo loco?- En un susurro me decía:
_ Te entiendo tu dolor, lo mismo
sentí cuando escribí esa sonata, la soledad de no ser comprendido, no tener una
mujer que me amase, del silencio eterno de mis oídos, y contemplar la
ignorancia y mezquindad de los individuos, brotó de mí, esa música… Sigue
tocando por favor…
Las cortinas de mi habitación se mecían
ante la brisa que había en esos momentos.
Y nuevamente sentí otra presencia
llena de luz y de paz, que acariciándome me llenó de alegría, y mis ojos se
llenaron de lágrimas. La percibí a ella, que dulcemente me dijo:
_ Mí querido, tú sabes que te amo
con toda mi alma, estoy feliz donde estoy, no llores por mí porque sufro verte
tan mal, siempre estuve a tu lado como
lo estaré siempre… Mi amor cuida de nuestros hijos. Vuelve a vivir plenamente, busca una buena
compañera, que te acompañe y sea la madre de mis hijos. Sé feliz mi amado
esposo. Y su presencia se esfumó.
Entró en mí la resignación y la felicidad de verla feliz, en un mundo no
comprendido por los humanos, solo reservado para los buenos seres de este
mundo.
No hacían falta más palabras. Sentí
que todo estaba dicho.
Entonces comencé a tocar de
Fréderic Chopin, él primer movimiento de su Concierto para Piano número 1 en mi
menor. Op.11.
Y recordé el final de la película interpretada por Enrique Muiño
donde se leía…
DONDE MUEREN LAS PALABRAS, NACE LA MUSICA.
AUTOR: Héctor Eduardo de la Vega
Maipú (Mendoza,-Argentina)
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