Soy un profesional. Nunca había asesinado sin cobrar,
pero esta vez lo haría gratis.
Pensar que me recluí en un barrio de Bernal para
alejarme de la ciudad de Buenos Aires, de esa barbarie de gente y de ese
demente tránsito de vehículos.
A mi vida no se llega así de fácil: una infancia
tormentosa, unos padres desconocidos y una junta no recomendable. Algo de
drogas y otros tantos excesos me resumieron en lo que soy: un especialista, un
ser casi imperturbable y un intelecto del crimen capaz de organizar el
siniestro más meticuloso.
A mis cuarenta, con el entrenamiento propio para mi
actividad, creí dominar el arte de mantener la calma. Sin embargo, mi vecina, de
quien había escuchado llamarla Bety, se encargó de acabar con mi paciencia. Sí,
nadie puede cantar y desafinar tanto. Hasta un lobo es más afinado que ella.
Aquella tortura comenzó a las diez de la mañana de aquel domingo nublado y fatídico,
con su equipo de audio a extremo volumen, acompañada por las virtuosas voces de
Luis Miguel y Nino Bravo. Ella, disonante, sin mérito armónico, cantaba a la
par de ambos, sofocando cualquier nervio auditivo. Una voz desagraciada, un
talento ausente, un oído destemplado, dañado quizás tanto como su cerebro y un
conocimiento musical gravemente inexistente. Ella le hacía mal a la música,
desprestigiaba al pentagrama y taladraba las neuronas como si fueran miles de
termitas que destruían con un rotopercutor cada tímpano. Estaba sorprendido:
¿cómo un tipo tan frío y calculador como yo podía alterarse así? Tenía tres
opciones:
a)
Mudarme.
Desestimado. Sería imposible con mis actuales finanzas.
b)
Acudir a un
especialista. En la misma esquina estaba una eminencia: el doctor Funes: Un
experto que convivió treinta años con los monjes tibetanos, graduado con
honores en psicología, máster en terapias para mitigar el estrés, yoga,
meditación, instructor de chamanes y nominado para Premio Nobel de la Paz en
los años 90. Una buena opción.
c)
Matarla. Sin
duda, uno debe dedicarse a lo que sabe. Así que, después de este análisis, se
me despejaron las dudas.
Recordé haberla cruzado en el almacén de cigarrillos.
Poco creíble. En ese pequeño local había tres asesinos: Ella, el tabaco y yo.
En mi caso llevaba una preparación porque soy un tipo responsable. En el caso
de esta mujer, flaca de batón, pantuflas y ruleros, podemos decir que la no tan
agraciada tenía un talento natural. Aun así, sin dedicación, podía aniquilar a
cualquier oyente. En mi profesión hasta podíamos tomarlo como un envidiable
talento.
Pero debemos entendernos: no es un caso de
competencia, sino de subsistencia. Había que acabar con todo esto. No pasaba
por celos profesionales ni nada que se le parezca. Tampoco podemos hablar de
aficionados sin licencia ni matrícula. Esta mujer ejercía la profesión de
manera casual y en lo personal me afectaba al grado de poner en riesgo mi capacidad
intelectual, mi integridad física y por lo tanto mi fuente de trabajo.
Creo que el momento de tensión máxima llegó con la canción “Resistiré”, aquella versión cantada en castellano por Estela Raval y que fuera un estimulante profundo para aquellos que necesitaran hacerle frente a la adversidad. En la voz de Bety, se había convertido en una buena razón para suicidarse. Tomé mi mágnum caño largo sin silenciador para que la última nota la diera el revólver. Me dispuse a saltar la medianera del lado del pasillo. De repente avizoré, sobre la terraza vecina, al carnicero que se asomaba con una cuchilla de considerable tamaño; me guarecí de inmediato. Ya eran las 10:30. Como era mi estilo, traté de no ser visto. Sería lógico pensar que la vecina del chalé de la izquierda aún se encontraba en misa, como acostumbraba con su ferviente y obsesiva devoción; eso me permitiría trabajar con más libertad. Pero no. Ella también ingresaba de manera furtiva por el jardín, empuñando un martillo. De repente, el agudo sonido del timbre se diferenció de aquel aquelarre de interpretación gutural perruna. El camión de soda disipó tanto al carnicero como a la vecina religiosa. El terreno se había quedado libre para terminar con este tormento. Pensé en torturarla antes de matarla. Sujetar su cuerpo a una silla y obligarla a escuchar una grabación suya, pero mi idea no contemplaba semejante crueldad, sino la de acabar con todo esto. Porque un profesional de alta gama como yo no conoce la palabra “ira” pero sí detecta el peligro; entiende cuando se trata de un riesgo potencial. Me dirigí sigilosamente como un gato hasta su dormitorio de dónde provenía aquella infamia musical, quería darle fin a todo ello cuanto antes, aniquilar a ese inaudito monstruo destructor del arte, de melodías y de salud mental. Así que me dispuse a entrar. De pronto, todo sonido se apagó. Replegué mi arma al pecho y entré con la rapidez de un rayo en la habitación. Allí estaba ella, con el cable del equipo musical enredado a su garganta: el Doctor Funes se me había anticipado.
Ciudad de Avellaneda (Buenos Aires - Argentina)
1 comentario:
Excelente tu cuento, Daniel. Abrazos. Rosa L{ia
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